La risa de la bella durmiente




Relato publicado en el número 46 de la revista Penumbria (febrero 2019).


Recuerdo cómo nos reíamos de miedo cuando no podíamos dormir. En la oscuridad de la noche, todos los ruidos eran sospechosos y yo, ejerciendo de hermana mayor, espantaba a los malos espíritus con invocaciones absurdas que nos hacían morirnos de risa. «Por el brazo incorrupto de Santa Teresa… ¡Monstruo, abandona este dormitorio por el ojo seco de una gallina con un orinal en la cabeza!».

Irene siempre tuvo problemas para conciliar el sueño. Desde muy pequeña no conseguía dormir más de tres o cuatro horas seguidas y, al hacernos mayores, su insomnio se agravó. Lo probó todo: pastillas, baños fríos y calientes, gimnasia sueca antes de meterse en la cama, tisanas de todas las hierbas conocidas… Nada la ayudaba. Si lograba dormitar algo durante la noche, podía afrontar el día con un poco de dignidad.

Se acostumbró a vivir en una realidad desenfocada por el cansancio y nosotros, a verla deambular por la casa, pálida y ojerosa, casi como un espectro.

Si algo bueno tenía su falta de sueño era que aprovechaba bien el tiempo. Pasaba las noches estudiando y acabó el bachillerato con unas notas tan brillantes que le abrieron las puertas de la Facultad de Medicina. Quería encontrar un remedio para su mal, pero, en vez de dedicarse al estudio, su problema la convirtió en una obsesión para todo el claustro, que no fue capaz de hallar ni la causa ni una solución.

Dejó la universidad y se colocó en un hotel, como recepcionista nocturna. Trabajaba toda la noche, volvía a casa por la mañana y se metía en la cama, desvelada, hasta que se levantaba resignada.

Cuando nuestra madre murió, el casero se negó a prorrogar de nuevo el contrato de alquiler, como ya había hecho al fallecer mi padre. Exigió que Irene firmara uno nuevo, con una subida de renta desorbitada que ella no podía pagar.

Yo ya llevaba varios años casada. Vivía con mi marido y mis dos niñas en un chalet adosado, a las afueras de la ciudad. Poco a poco, la convencí para que buscara un apartamento en mi barrio. Estaríamos cerca y no se sentiría tan sola.

Encontramos juntas un piso pequeño, perfecto para ella. Estaba en una casa antigua muy bonita, de estilo modernista, que se había compartimentado en viviendas independientes. Eran muy caras, pero ese piso llevaba años vacío y el dueño quería alquilarlo para recuperar, al menos, los gastos de comunidad. El precio era ridículamente bajo e Irene encajaba en el perfil que había solicitado el arrendador: mujer sola, joven, limpia y ordenada. Quería asegurarse de que cuidaran bien del apartamento.

Firmó entusiasmada. Vivir en ese edificio era un sueño. Era precioso, tanto por fuera como por dentro. Una escalera imponente, de madera antigua cubierta por una alfombra señorial, ascendía a ambos lados del ascensor art-déco, bajo vidrieras multicolores que iluminaban los descansillos y transmitían la paz reconfortante de un hogar acogedor.

La ayudamos a instalarse y comenzó una nueva vida. Los domingos venía a comer a casa y, a las pocas semanas, observé en ella algunos cambios. Seguía pálida, pero estaba más relajada, más habladora de lo habitual. «¿Te ha salido un novio?», le pregunté un día. Ella se rio, lamentándose de que, como no fuera alguno de los fantasmas que decían que pululaban por el hotel, no se le ocurría quién podía fijarse en ella.

Había empezado a descansar mejor. Un domingo vino muy contenta porque había dormido toda la noche de un tirón. Era la influencia de la casa nueva, que la protegía y la cuidaba. Así lo sentía ella, refugiada dentro de las paredes forradas de caoba que insonorizaban el piso, aislándola de ruidos y algarabías de vecinos, a los que, por otra parte, no veía, suponía, a causa de su horario en el hotel. Era curioso, pero nunca habíamos visto a ningún inquilino del inmueble.

El fin de semana siguiente dejamos a las niñas a su cuidado. Libraba en el trabajo y podía encargarse de ellas el sábado por la noche mientras nosotros asistíamos a la fiesta de unos amigos. Por la mañana, Anita, la mayor, llamó por teléfono llorando. Tenían hambre e Irene no se levantaba para prepararles el desayuno.

Salí inmediatamente. Abrí la puerta con la llave que tenía para emergencias y la encontré en la cama, profundamente dormida. «Es la bella durmiente, mamá», exclamaron mis hijas, que se habían entretenido peinándola y dibujándole flores con un pintalabios por toda la cara. Realmente, nunca la había visto tan hermosa.

Pasé varios minutos zarandeándola y gritando hasta que, por fin, se despertó. La obligué a tomar un café muy cargado y me las llevé a todas a casa. Allí, más despejada, me confesó que no podía evitar dormir cada vez más y que, al despertar, tenía la sensación de que la habitación había intentado tragársela. Aquellos delirios me preocuparon y la obligué a prometer que pediría cita con el médico inmediatamente.

Unos días después, preocupada por no haber recibido noticias suyas, la llamé. No contestó al teléfono en todo el día así que, por la noche, acudí al hotel. El conserje me contó que llevaba semanas sin aparecer por ahí, motivo por el que la habían despedido.

Nerviosa, corrí a su casa y abrí con mi llave. La encontré en el dormitorio, arrebujada debajo de las mantas. Abrí la cama y la contemplé espantada. Estaba desnuda, realmente bella, casi transparente a causa de la lividez que se extendía por todo su cuerpo. Libre de las ropas que la retenían, se estiró y abrió los brazos, sin hacer caso de mis sacudidas para despertarla.

Desesperada, grité una invocación, como cuando éramos pequeñas: «Por las trenzas de la bruja Lola… ¡Irene, salta de la cama a la pata coja!».

Dejó escapar una carcajada mientras se elevaba sobre la cama. Ante mí, su cuerpo liberó miles de partículas brillantes que volaron hacia todos los rincones y acabaron fundiéndose con las paredes.

Fue la última vez que oí la risa de mi hermana. Y su voz.